El tiempo pasa con esa extraña manera que combina la rapidez con la velocidad, característica que nos hace vivir como si cada día fuera a ser el último. Y de pronto nos miramos al espejo y observamos cuántas cosas han marcado ese rostro. Es un gesto de cada mañana, pero una mañana en especial nos hace ver que el tiempo pasó día a día, despacito y muy ligero.
Parece ayer cuando no llegábamos a vernos en el espejo y teníamos que usar un banquito para peinarnos, parece tan reciente el día de la primera comunión, el fin de la primaria, la foto del curso de quinto año nacional, aquella vez que, acicalados con una camisa a la moda, el pelo largo a la usanza de los setenta y un pantalón Oxford apretado en la cintura y con pata de elefante, creíamos que íbamos a matar en una fiesta y matamos, pero de risa, a un montón de pinchadores de globos que gritaron: "¿Vos te miraste al espejo?"
Y uno llega a cada fin de año haciendo proyectos, planificando todo con la ilusión y la prepotencia vital del que sabe que tiene la vida por delante, impaciente, ansioso, sin tomar conciencia real de que lo que parece tan lejano va a llegar mucho más rápidamente de lo que uno cree.
Ansiedades, ambiciones, angustias, incógnitas, enigmas, miedos y júbilos y, de pronto, casi sin darse cuenta, las cosas pasan, lo futuro se vuelve presente y muy pronto queda en el pasado, y ahí vienen las preguntas sin respuesta. ¿Esto era todo?, ¿ya fue?, ¿y ahora? Y la rueda vuelve a empezar pero poco a poco vamos comprobando que ya no nos queda tanto tiempo. (…) No, no es que creemos que vamos a ser inmortales, todo lo contrario, a medida que envejecemos tomamos conciencia de que los plazos se van acortando.
Algunos encuentran filosofías de vida adecuadas, mezcla de ansiedad y resignación, otros bajan los decibeles y algunos cambios en el acelerador vital y se concentran en lo que consideran importante, y con sabiduría dejan de hacerse problemas, por lo que asumen que ya es tarde para resolver y se dedican a disfrutar lo mucho o poco que la vida les haya brindado. Y también hay quien en edades avanzadas descubre una nueva etapa de realizaciones personales y (¡a la vejez, viruela!) encuentra un gran amor, una habilidad ignorada o una vocación adormecida por la rutina y que de pronto despierta con inusitado entusiasmo.
La calesita de la vida es sorpresiva y apasionante, nadie puede saber qué traerá la próxima voltereta. Y eso es lo más hermoso que tiene: sus sorpresas, sus cambios, esos que poco y nada tienen que ver con la edad biológica.
Sólo hay que dar tiempo al tiempo, un tiempo tramposo que parece que no pasa nunca y de pronto se precipita y nos hace ver toda la energía que hemos malgastado en tonterías y, del mismo modo, todo lo que podemos recuperar antes de que sea muy tarde.
Una cosa es cierta y nos ocurre a la inmensa mayoría de los veteranos: nuestra paciencia se agota más rápido que antes, ya no tenemos tanta tolerancia ante los errores repetidos de los que nos ningunean y, perdido por perdido, decimos lo que pensamos sin los frenos hipócritas de la domesticación masiva; volvemos a ser niños en ese aspecto, caen las hipocresías, se acaban los filtros y como ya no nos interesa quedar bien con nadie que no nos guste, nuestras verdades (que no son la verdad, pero que son nuestras) brotan como en la más tierna infancia y nos vamos convirtiendo en inimputables. Alguna ventaja tiene que tener llegar a viejos.
El tiempo no pasa