Parece normal que la jornada de trabajo de ocho horas pertenezca, en América Latina, a los dominios del arte abstracto. El doble empleo, que las estadísticas oficiales rara vez confiesan, es la realidad de muchísima gente que no tiene otra manera de esquivar el hambre. Pero, ¿parece normal que el hombre trabaje como hormiga en las cumbres del desarrollo? ¿La riqueza conduce a la libertad, o multiplica el miedo a la libertad?
Ser es tener, dice el sistema. Y la trampa consiste en que quien más tiene, más quiere, y en resumidas cuentas las personas terminan perteneciendo a las cosas y trabajando a sus órdenes. El modelo de vida de la sociedad de consumo, que hoy día se impone como modelo único en escala universal, convierte al tiempo en un recurso económico, cada vez más escaso y más caro: el tiempo se vende, se alquila, se invierte. Pero, ¿quién es el dueño del tiempo? El automóvil, el televisor, el video, la computadora personal, el teléfono celular y demás contraseñas de la felicidad, máquinas nacidas para ganar tiempo o para pasar el tiempo, se apoderan del tiempo. El automóvil, pongamos por caso, no sólo dispone del espacio urbano: también dispone del tiempo humano. En teoría, el automóvil sirve para economizar tiempo, pero en la práctica lo devora. Buena parte del tiempo de trabajo se destina al pago del transporte al trabajo, que por lo demás resulta cada vez más tragón de tiempo a causa de los embotellamientos del tránsito en las babilonias modernas.
No se necesita ser sabio en economía. Basta el sentido común para suponer que el progreso tecnológico, al multiplicar la productividad, disminuye el tiempo de trabajo. El sentido común no ha previsto, sin embargo, el pánico al tiempo libre, ni las trampas del consumo, ni el poder manipulador de la publicidad. En las ciudades del Japón se trabaja 47 horas semanales desde hace veinte años. Mientras tanto, en Europa, el tiempo de trabajo se ha reducido, pero muy lentamente, a un ritmo que nada tiene que ver con el acelerado desarrollo de la productividad. En las fábricas automatizadas hay diez obreros donde antes había mil; pero el progreso tecnológico genera desocupación en vez de ampliar los espacios de libertad. La libertad de perder el tiempo: la sociedad de consumo no autoriza semejante desperdicio. Hasta las vacaciones, organizadas por las grandes empresas que industrializan el turismo de masas, se han convertido en una ocupación agotadora. Matar el tiempo: los balnearios modernos reproducen el vértigo de la vida cotidiana en los hormigueros urbanos.
Según dicen los antropólogos, nuestros ancestros del Paleolítico no trabajaban más de veinte horas por semana. Según dicen los diarios, nuestros contemporáneos de Suiza votaron, a fines de 1988, un plebiscito que proponía reducir la jornada de trabajo a cuarenta horas semanales: reducir la jornada, sin reducir los salarios. Y los suizos votaron en contra.
Las hormigas se comunican tocándose las antenas. Las antenas de la televisión comunican con los centros de poder del mundo contemporáneo. La pantalla chica nos ofrece el afán de propiedad, el frenesí del consumo, la excitación de la competencia y la ansiedad del éxito, como Colón ofrecía chucherías a los indios. Exitosas mercancías. La publicidad no nos cuenta, en cambio, que los Estados Unidos consumen actualmente, según la Organización Mundial de la Salud, casi la mitad del total de drogas tranquilizantes que se venden en el planeta. En los últimos veinte años, la jornada de trabajo aumentó en los Estados Unidos. En ese período, se duplicó la cantidad de enfermos de stress.
¿Queremos ser como ellos?
Eduardo Galeano
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