Anne-Marie me hizo sentar frente a ella, en mi sillita, se inclinó, bajó los párpados, se durmió. De esa carade estatua salió una voz de yeso. Yo perdí la cabeza: ¿quién
contaba, qué y a quién? Mi madre se había ido: ni una sonrisa, ni un signo de connivencia, yo estaba exiliado. Y además, no reconocia su lenguaje. ¿De dónde sacaba esa seguridad? Al cabo de un instante había entendido: el que hablaba era el libro. Salían de él unas frases que me asustaban; eran verdaderos ciempiés, hormigueaban de sílabas y de letras, estiraban los diptongos, hacían vibrar a las consonantes dobles; cantarinas, nasales, cortadas por pausas y por suspiros, se encantaban con ellas y sus meandros sin preocuparse por mí.
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Las Palabras
Jean-Paul Sartre
GRACIAS: Mariana Finochietto
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