Yo no estoy soñando, lo recuerdo, olvidé cómo se soñaba; quizás esto sea un mar, bien puede ser la tierra, encima el cielo deshaciendo su cabellera.
Esto no es un mar sin olas, es una lámina descolorida, un día muerto por dagas invernales, un día fusilado por lluvias.
De pronto lo rompen manotazos de campanas, tictaqueos de sombras, y se cierra como una cuchillada de trenes oxidados devorando las cerezas maduras del sol.
Propicio tiempo para levantar cruces de barro en el pecho de mapuches asesinados, para los caballos crepusculares que se extravían en las acequias.
Ya lo sé, debo escaparme de los ahogados que flotan en los pozos, voy a beber grandes tragos de poemas silvestres veo desde el umbral al atardecer mordiendo plazas,
aferrándose gelatinosamente a los tejados rotos, hasta caer junto a muchachas desfloradas en graneros solitarios a las antiguas bodegas de la noche.
Pálidamente las horas se reúnen a jugar a las cartas en torno a la mesa de los días, desconozco el tren que me dejó entre ellas, viéndolas alimentarse de cantos estrangulados, persiguiendo a mis amigos, arrastrándolos en el río del tedio.
Yo no sueño, todo cuanto veo es cierto, ellos pasan del brazo de mujeres desdentadas, riendo largamente.
Una ola invade mi habitación, recuerdo a mi vecina cantando hasta que el cielo le llenaba las manos de azul, yo no besé esas manos, yo tenía al viento cordillerano arañándome, y la muerte oculta tras viejas y profundas fotografías.
Aferrado a un puente de madera, inclinado sobre las venas turbias de la noche pasan botellas vacías, libros oxidados de relecturas, el barrio de las prostitutas pobres donde cierro los labios por no decir mi nombre.
No es nada esto, sólo que a veces siento temor de saber quién soy verdaderamente.
Me gustaría despertar con los labios húmedos como después de los largos besos de las sabias primas, como si estuviese tomando café servido por mis hermanas.
Pero si abro los ojos también estaré sumergido, pues la lluvia hace girar su pausado gramófono, mientras hay un nevar de alas deshechas por los días, velorios humedecidos de vino, y esta mano helada en mi garganta, helada como parroquias y confesionarios que no se desprende, si la pudiese deshacer un brillar de días felices.
Ahora lo sé, he estado siempre despierto, mirando silenciosamente la estación sumergida donde los huesos de las nubes hilachean los árboles.
Alguien me debe esperar -quizás algunos muertos- pues voy hacia las chimeneas rústicas, los aserraderos vacíos, las grandes, prestigiosas casas de madera sureña venidas abajo como flores destrozadas por los duros dientes del olvido, y busco el sol en los huertos cuyos párpados lo esconden.
Todo me espera en la estación sumergida, nuevamente, en la empapada de malezas, la crecida de sueños angustiados y torvos, mientras el tiempo detenido cierra sus pesados portones y confusamente respira en el mar del invierno.
En el mudo corazón del bosque
Jorge Teillier
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